Renacimiento cuatrocentista italiano, un reencuentro con las viejas Grecia y Roma. De allí sale Sandro Botticelli buscando la elegancia intelectual y de los sentimientos, admirado con la belleza femenina. Con rostro impasible pinta a su Venus, o, más bien, a su bella Simonetta, la representa pura, amorosa y hermosa, recibida por las flores de la primavera. Sobre un lienzo grande de tamaño real logra reflejar la impasibilidad de la delicadeza y belleza femenina, un desnudo estilizado, un rostro delicado, la frescura de la pureza, un amor verdadero y suntuosos detalles aprendidos de su maestro fray Filippo Lippi. En su obra no hay solo un reencuentro con la antigüedad sino también con la naturaleza, con la búsqueda de la realidad.
Su obra puede ser admirada de distintas formas, dependiendo siempre del sentido con el que se le aprecie, si es con el velo del mito, de la religión, de la elegancia o del amor, se tendrán posiciones diferentes, pero lo que siempre estará ahí es ese carácter sublime de su obra, de sus trazos, de sus pincelazos, esa sensación dentro de sí de que hay algo en esa obra que nos cuenta de Botticelli, que hemos intimado con él, lo hemos abrazado e incluso besado, aunque se esfume entre los colores y las figuras, sus figuras, que él quiere exaltar con su belleza.
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